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Picanterías de Arequipa.La cocina popular convertida en seña de identidad

Ignacio Medina

 

Recorremos las picanterías típicas de Arequipa de la mano de Ignacio Medina.

Las torrejas de camarones de Zoila Villanueva son un plato sencillo. Una masa de harina y agua mezcladas con un poco de cebolla salteada y unas colas de camarón picadas bien finas, que se fríe en pequeñas porciones. También es uno de esos bocados que se quedan en la memoria; a veces por su propia naturaleza y otras por lo que significan. Me lo acaban de servir en Las Nieves, la picantería levantada por Zoila en Hunter, a unos quince minutos de Arequipa. El camarón es una variedad de cangrejo de buen tamaño, caparazón bien armado y carne sabrosa, muy abundante en los ríos arequipeños. Es el centro del recetario tradicional de esta región andina, al sur del Perú.

Después llega la celada de camarones. Es otra versión de la torreja, aunque más gruesa, con los camarones troceados grandes, primero frita y después guisada en salsa. Ambos platos guardan los sabores de la cocina de siempre. Son referencias del recetario con raíces, reconfortante y familiar que se administra en las picanterías, toda una institución en Arequipa. 

Zoila abrió Las Nieves (Nicaragua 303, a espaldas de la Comisaría. Hunter) hace 34 años para buscarse la vida. Era como otros negocios del ramo; locales humildes, casi de fortuna. La picantera cocinaba en casa y servía donde podía. En el patio, el comedor familiar, la propia cocina o en el quicio de la puerta, junto a la calle. Su vida se asociaba a la venta de chicha de guiñapo (bebida preparada fermentando una variedad local de maíz negro) y era un negocio para hombres regentado por mujeres. Con todo lo que ello conlleva.

Más allá de la chicha, el batán es el otro emblema picantero. Es una gran piedra plana con una cavidad en el centro, sobre la que se muelen condimentos y salsas utilizando otra piedra redondeada de considerable tamaño, cuyo manejo exige pericia y paciencia.

Hoy, La Nieves es un local hecho y derecho, estructurado en torno a un patio amplio limpio y cuidado. Zoila deja descansar sus 90 años en un sillón señorial anclado tras la ventana de la cocina, desde el que controla el ritmo de los platos y la caja, mientras su hija, Tatiana, se encarga del resto. El suyo es un local próspero en un gremio que obtiene hoy un prestigio social que tradicionalmente le fue esquivo. 

Lo demuestra La Nueva Palomino (Pasaje Leoncio Prado 142. Yanahuara), en pleno Arequipa. El local no ha dejado de crecer desde que se hizo cargo Mónica Huerta, nieta de la fundadora, Juana Palomino, y no solo en espacio; también lo ha hecho la cocina, tomando giros que muestran una propuesta evolucionada, de aires burgueses, tocada con un punto de refinamiento que marca diferencias. El guiso de chuño negro molido y el pato con almendras son dos prodigiosos ejemplos del efecto que tiene el paso del recetario popular por el filtro de la cocina burguesa. La popular zarza de lapas y la quinua batida también exigen atención.

La cocina picantera sabe mucho de diferencias. Tiene alguna cara opulenta y otras bastante más humildes. En esas anda Los Geranios, a unos veinte minutos de Arequipa (Av. Arequipa 239. Tiabaya), un comedor elemental con una cocina que lo llena todo. El rocoto relleno, la colita de camarón o el escribano –una popular ensalada de papa, tomate y rocoto, condimentada con chicha de guiñapo- se quedan grabados en ese rincón que la memoria reserva para los grandes sabores.

La sencillez se prolonga al galpón que acoge la cocina y el comedor de La Capitana (Los Arces 208. Cayma), de vuelta al centro de Arequipa. Allí manda José Díaz, el primer picantero que se recuerda en esta tierra. Un hombre que rompe moldes en un local que conserva el sabor de siempre: penumbra, mesas de madera lavada, manteles de hule, el humo de la cocina de leña marcando la vida y platos que merecen un respiro: torreja de lechuga, ají de lacayote (calabaza) y un buen rocoto relleno.

Son alrededor de cuarenta locales, pero algunos destacan, Ahí está La Benita (Plaza Principal 114. Chatracato), con una institución como Benita Quicaño mandando en la cocina, o La Lucila (Grau 147. Sachaca) y su tremendo chupe de camarones. 

Ritmos y pausas en la cocina arequipeña

El chuño negro molido es uno de esos platos que definen la administración del tiempo en la cocina picantera. El chuño debe molerse a mano hasta dejarlo tan fino como una harina; una tarea que exige esfuerzo y cadencia. A continuación se remoja durante un día entero, cambiando el agua de vez en cuando. Cuantas más veces se haga, mejor para el chuño, que perderá amargor en cada lavada, y para el guiso, que ganará suavidad. Antes de cambiar el agua se debe esperar a que la harina baje al fondo y forme una capa compacta. La cocina no acostumbra entender de urgencias. Luego llega el fuego, la carne, la papa… y una cocción pausada y perezosa que impulse el milagro de la transmutación del chuño en un bocado untuoso, suave, expresivo e inquietante. Es la primera vez que lo pruebo -acabo de encontrarlo en La Nueva Palomino- y se me encrespa la piel de los brazos. Un feliz descubrimiento. También un manejo ejemplar de los ritmos en la cocina de siempre. Lentitud, constancia, cadencia y pausas estratégicas dedicadas al reposo, no sé bien si rompiendo o reforzando el estricto compás que rige el movimiento en los pucheros.

El adobo arequipeño reclama tiempo desde todos los rincones del recetario, aunque cada día con menos éxito. Lo compruebo en El Inter, en lo alto del mercado de San Camilo. Como muchos otros, sustituyen el tradicional y humilde cogote de chancho por lomo. Pensaron que un corte noble mejora la presencia y, en apariencia, lo convierte en un guiso refinado, prolongando el juego de apariencias que se teje en torno a la cocina. No cayeron en las consecuencias que tiene enfrentarse a la inmensa sabiduría que entraña la cocina popular. El cogote tiene su razón de ser y estar. Es una pieza fibrosa y exige una cocción más prolongada; la necesitada por la cebolla para deshacerse en el puchero (la que encuentran en el plato se añade al final, como un adorno) y redondear el guiso. A cambio, la fibra, la grasa y la gelatina del cogote proporcionan bocados sabrosos y jugosos. Lo contrario a la sequedad del lomo. El tiempo también maneja los sabores. Incluido el del camarón, habitualmente pasado de cocción y casi siempre seco. Se salvan el sivinche de La Benita y la cola de camarón de Los Geranios.

Lo que más me gusta de las picanterías es la generosidad con que administra sus momentos. Ahí encuentro uno de los secretos de su grandeza. Todas comparten los ritmos y las pausas que marcan la cadencia de las cocinas hasta definir, una a una, sus señas de identidad. 

Coman si no un plato tan sencillo -o tan complejo- como el escribano. Papa sancochada, rodajas de tomate, rocoto, aceite, sal, y el toque mágico de dos cucharadas de chicha de guiñapo –le dicen chichagre- se bastan para construir un plato notable. De ahí a la excelencia que alcanza en Los Geranios, en Tiabaya, queda un trayecto marcado por una sabiduría que se antoja eterna. 

Las picanterías de hoy han cambiado; poco que ver con los locales humildes y chiquitos del pasado. Ahora muestran comedores grandes, carta prolongada y cocina depurada, establecida y reglamentada: tenemos platos picanteros y otros que no lo son. La picantería actual superó los umbrales de la pobreza para convertir la cocina en fiesta. Lo consiguen en Los Geranios, Las Nieves, La Benita, La Lucila o La Capitana. La Nueva Palomino es otra historia: espléndida versión refinada de la picantería. Como si hubieran pasado el recetario popular por el crisol de la cocina acomodada. 

La chicha

En casa de Mónica Huerta preparan la chicha cada día, bien de mañana. Trabajan a partir del guiñapo, resultado de germinar, secar y moler una variedad de maíz negro que apenas se cultiva en algunas comarcas de Arequipa. Viendo como la hacen, no parece demasiado complicado, aunque sí algo laborioso. Hierven el guiñapo mezclado con agua en la paila, lo filtran con unas telas de yute y lo dejan enfriar antes de añadir un poco de chicha vieja para impulsar el proceso de fermentación. La mezcla queda en reposo en una tina de barro, llamada chomba, coloreada por el tiempo y el uso con los tonos violáceos de la propia chicha. Conforme avanzan las horas, una densa capa de nata violácea se va formando en la boca de la tina. Si las temperaturas acompañan, estará lista al día siguiente, cuando los primeros clientes se sienten a la mesa. Si refresca, el proceso se alarga un día más. Su preparación es parte de la rutina de La Nueva Palomino y las otras picanterías de Arequipa. Sin ella no se abren las puertas. Aquí se acude a beber y después se come. 

Es una chicha fresca, joven, dulce y sedosa, muestra un punto muy tenue de carbónico que da una cierta viveza al trago y el contenido de alcohol es bajo. Los arequipeños acuden a las picanterías para beberla en dosis nada despreciables. Lo demuestra el tamaño de los vasos, de cristal grueso, medio opaco, que se manejan en los locales tradicionales. El caporal, con un litro y medio de capacidad, es el más grande, pero casi ha desparecido. En las picanterías de toda la vida –hay más de cuarenta registradas en la región- se guardan algunos entre algodones, como reliquias el pasado. El siguiente es el cogollo y está en condiciones de recibir un litro de chicha. El más chico, el ‘doctorsito’, se queda en medio litro. 

En Arequipa le llaman chicha de guiñapo (también le dicen huiñapo) y solo es uno de los miembros menores de una saga que extiende sus dominios por la práctica totalidad de Latinoamérica. El primer lugar corresponde a la que en Perú llaman chicha de jora y en Bolivia ‘la chicha’, habitual en esta zona de la cordillera andina. La chicha de guiñapo reduce su presencia a la región de Arequipa, en el sur del Perú. Nunca deja de extrañarme, porque es la que mas me gusta entre todas las chichas que he probado, pero su producción está ligada a la del maíz negro, una variedad cada día más escasa, y a la preparación del guiñapo.

Pandemia

Las picanterías encarnan la imagen del cambio, la resistencia y la cordura. Esos ejemplares comedores populares, que definen la naturaleza de la cocina arequipeña y hacen la diferencia en el paisaje culinario peruano, han vivido una pelea eterna. Crecieron luchando desde la humildad y la falta de apoyos, y aprendieron a seguir adelante. No hubo bajas entre las integrantes de la Sociedad Picantera de Arequipa y casi todas están ya en activo. Resistieron a la especial crudeza con que reventó la pandemia en la provincia, al confinamiento más largo del país, los toques de queda y las restricciones, y se adaptaron a retos para los que no estaban preparadas. Son mujeres acostumbradas a resistir -solo hay tres picanterías regentadas por hombres-, y se aplicaron a la tarea. Entendieron cómo atender a comedor cerrado; aprendieron a cocinar para repartir a domicilio; a servir para mesas, clientes y necesidades diferentes; a cambiar la cercanía por la distancia, y volvieron a ganar.

Las piezas empiezan a encajar cuando me siento en la mesa larga y el banco corrido de La Maruja, una humilde picantería de barrio (Cerro Colorado, en Cayma). En la fachada, una pizarra anuncia los especiales del domingo -adobo, ubre empanada…- y otra los almuerzos del día. Toca chochoca, un sabroso y denso guiso construido sobre una finísima harina de maíz con la que traban un caldo en el que han cocido verduras y una pata de res. Te deja el cuerpo como para ir al sastre. El precio es popular y los comedores de las dos plantas son un ir y venir de parroquianos locales. Vivieron y viven al margen de lo vaivenes del turista. Un día después llego a Los Leños, la picantería campestre de Rafael del Carpio, a pocos kilómetros de Yumina, soñando con el sango, un excepcional guiso de aires morunos a base de trigo, para encontrar la mirada de otro resistente. Su público, que antes llegaba de Arequipa y otras localidades cercanas, empieza a vivir la crisis y solo abre el fin de semana, pero aguanta sin bajar la guardia en la cocina. No todos pueden presumir de lo mismo.

Y luego están La Fiera y su casa madre, Guisos Arequipeños, o La Nueva Palomino, la que más relación tuvo con el turismo internacional, aunque fuera moderada, definitivamente adaptadas al nuevo tiempo del cliente de cercanía, la carta reducida y la plantilla controlada. También al reparto a domicilio, que llegó para quedarse, o a la venta de sus productos tradicionales -genial la tienda La Recova de la Nueva Palomino-, fundamentales para redondear las cuentas. En Arequipa, las cocinas de cercanía ganan por goleada al espejismo menguante del menú degustación.

 

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